Al mirarme en el espejo ¿me veo o me interpreto?

Yo soy Eso.

La primera vez que recuerdo que me sentí fea, fue hacia los cinco años. Me hicieron una foto de carné para el colegio y la expresión de mi cara me resultó feísima. Luego, que porque tenía el pelo rizado y más corto que el de mis compañeras. Después, que mi cuerpo era más grande y desarrollado que el de las demás. Y, hacia los 12, que era más gorda que ellas. Todas estas interpretaciones las fui construyendo a medida que crecía, pero no las cambiaba, sino que las iba agrupando. Hacia los 12 años sabía positivamente, que era fea, con el pelo raro, desarrollada y gorda. Me comparaba con mis compañeras, y lógicamente, sentía que no les llegaba ni a los talones a la mayoría de ellas. Me comparaba, me comparaba, me comparaba, y sufría en silencio MI fealdad.

Uno de los ingredientes que más dolor le ha generado a mi identidad, es el cúmulo de interpretaciones sobre mi cuerpo. Para mi pequeño yo los atributos que he dado a mi cuerpo son un obstáculo en el camino del éxito-felicidad. Los años de psicología, las terapias que he tomado, los cursos de autoconocimiento, los años de yoga, meditación y trabajo interior, no parecían aliviar o reparar ese “temita” de mi identidad.

El verano pasado, al terminar una meditación, me dije a mí misma con toda la intención: ¡Ya es hora de amarme completamente, tal y como soy! Y resuelta me dirigí al espejo de mi habitación. Mirándome a los ojos del espejo, fui diciéndome y escuchando con atención todo lo que pensaba sobre mi aspecto físico. No había atributos positivos o negativos, sólo atributos. Escuché y sentí como impactaban en mí esos calificativos. Todos. Cuando ya no me vinieron más a la cabeza, mis ojos se cerraron, respiré y sentí ese momento. Me sentí habitando un cuerpo, ESE cuerpo. Entonces empezó a emerger en mi pecho una sensación cálida, potente, energética y desde ahí se desplegaba por todo mi cuerpo. Nada me faltaba, nada me sobraba. Una profunda sensación de gratitud y de amor emanaba desde mi pecho hacia cada partícula de mi cuerpo físico. Era la primera vez que me sentía realmente amada por mí.

En un momento, mis ojos se abrieron y me acerqué todo lo que pude al espejo. Mirándome fíjamente a los ojos, empecé a ver cómo mi rostro iba cambiando de formas, algunas femeninas, algunas masculinas, algunas no humanas. Y amaba con la misma intensidad a cada rostro que se me presentaba.

Desde entonces, observo como aparecen pensamientos que otorgan atributos a mi cuerpo, sonrío y los dejo pasar. Es como si, desde ese momento de profundo amor y conexión conmigo, se hubiera desmantelado su poder. Hay ocasiones en las que, por casualidad me miro en el espejo, y me sorprendo sin pensamientos acerca de esa imagen. Me vuelvo a reconocer en el espejo cada vez que me veo.

Fue una verdadera revelación haber descubierto que lo que yo veo en el espejo sólo es un relato, una interpretación que hago sobre mí. El cuerpo humano que habito, es perfecto, magnífico, precioso, al igual que todas las formas de vida que genera este planeta. Al liberarme de la ficción de realidad que daba a tales interpretaciones, pude amarme, y al amarme, veo y amo a los demás, más allá de sus reflejos.